El fin de las flores by M. L. Sandoval

El fin de las flores by M. L. Sandoval

autor:M. L. Sandoval
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Fantástico, Novela
publicado: 2019-04-29T22:00:00+00:00


Dieciséis | UNA HISTORIA INCOMPLETA

Sidel esperaba sentada en un pequeño banco detrás del mostrador preguntándose qué hacía ahí mientras Varinya atendía a unos clientes. Las flores y las plantas la ocultaban de la vista del público. La única que podía verla con toda claridad era Varinya, a pesar del grueso vendaje que le cubría los ojos. ¿Cómo era posible que se moviera con tanta facilidad, esquivando obstáculos e introduciendo sus manos por entre los tallos espinosos sin el menor rasguño? ¿De qué truco se valía para contar las monedas, sonreír cuando notaba que Sidel la miraba, o entablar conversaciones con las personas como si las pudiera observar claramente? No cabían dudas de la solvencia de la mujer a pesar de su discapacidad. Sidel creía en ellas hasta el punto de no atreverse a hacer la menor morisqueta por el temor a ser descubierta.

—Te mueres de curiosidad, ¿cierto?

—No —dijo Sidel, sin moverse del pequeño banco.

—No te apenes. Lo raro sería que mi condición no te causara ninguna duda. Puedes preguntarme lo que quieras.

Sidel clavó su mirada en los detalles del vendaje. Estaban desgastados y descoloridos.

—¿Qué le pasó? —preguntó al fin.

Varinya sonrió. Tomó una maceta del mostrador y la puso junto a otras similares.

—Me arranqué los ojos.

Sidel abrió la boca a tal punto que pudo haberse tragado el mundo entero. Hizo una mueca de desagrado y luego sacudió la cabeza. No tenía sentido para ella que alguien se tuviera que sacar los ojos a no ser que la hubieran obligado. Incluso así, nunca había escuchado nada parecido. Pensó que la mujer le estaba tomando el pelo solo por ser una niña.

—No le creo —dijo con timidez.

La mujer volvió a sonreír. Por debajo de la venda se notó que había fruncido el ceño.

—Tuve que hacerlo. Pero esa es una historia demasiado aburrida para alguien de tu edad.

—¿La obligaron?

Varinya soltó un resoplido, como si la idea le hubiera causado gracia.

—Fue una elección que tomé a consciencia. Otros optaron por ocultarlos bajo una sombra.

—¿Por qué alguien querría sacarse los ojos u ocultarlos?

—Por vergüenza, por una gran y pesada vergüenza.

La voluptuosa mujer continuó haciendo sus cosas con completa normalidad, ya fuera contando lerones, removiendo cajas o acomodando las flores para llamar la atención de algún cliente. Suspiró como si la conversación la hubiera hecho recordar unos días lejanos. Lejanos y dolorosos.

—¿Cómo puede saber dónde están las cosas? No pareciera que tuviera problemas para saberlo a pesar de que no tiene ojos.

La mujer se limpió las manos en su delantal. Eran grandes y blancas. Posteriormente las metió en un cuenco con un polvillo blanco. Las refregó entre sí. Una vez tuvo las manos cubiertas del polvo comenzó a trabajar la tierra de los maceteros con el cuidado de no dañar los tallos.

—Que no tenga ojos no quiere decir que no pueda ver. Es más, hasta puede ser ventajoso.

—Yo no sabría qué hacer si no tuviera ojos.

Varinya olfateó el aire al tiempo que hundía sus dedos en la tierra de los maceteros. Hizo una mueca. Las líneas de



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